Septiembre es el mes de la prevención del suicidio, una fecha que me atraviesa de manera personal: perdí a mi hermano por esta causa. Desde ese dolor surge esta reflexión sobre las falencias del sistema de salud mental, en particular la escasa inclusión de la familia en los tratamientos de pacientes en situación de vulnerabilidad.
Los profesionales de la salud mental —psiquiatras, psicólogos, equipos interdisciplinarios— suelen priorizar la autonomía del paciente, respetando su voluntad, sobre todo en el caso de adultos. Así lo establece la Ley de Salud Mental. Sin embargo, en situaciones de riesgo como las vinculadas al suicidio o a las adicciones, esa voluntad puede estar seriamente comprometida. En esos casos, la familia, que acompaña de manera cercana y cotidiana, posee información esencial que puede resultar clave para orientar un tratamiento más efectivo.
En mi experiencia, los psiquiatras que atendieron a mi hermano no le dieron espacio a la voz de mi madre, quien tenía datos valiosos sobre su adicción al clonazepam y otros aspectos de su comportamiento. Esa falta de escucha y de articulación entre profesionales y familia impidió que se construyera una estrategia más sólida, y lamentablemente la situación terminó en la tragedia que hoy cargamos.
Es necesario avanzar hacia un enfoque más sistémico, que contemple no solo al paciente sino también a su entorno. La familia no es un detalle accesorio: es una red de apoyo fundamental que, integrada al proceso terapéutico, puede aportar información, sostén y acompañamiento emocional. Incluirla de manera activa aumenta las posibilidades de recuperación y puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Con esta columna busco visibilizar una problemática urgente y proponer un cambio cultural y profesional que salve vidas. La salud mental nos involucra a todos, y la familia debe ser reconocida como un actor esencial en el proceso de cuidado.
Julieta Fabi, Psicóloga (MP 1987)