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«Cuando los números no cuentan toda la historia»

La pregunta que queda flotando es simple y clara: ¿habrá alguna vez un espacio de autocrítica real, donde se analicen no sólo los números, sino los resultados tangibles?

Cada año, con la llegada de la feria del libro, los carteles oficiales parecen competir por ver quién puede mostrar la cifra más abultada de público. Miles y miles de personas “asistieron”, se repite en portales; cientos de autores firmaron ejemplares; y la prensa acompaña la celebración con los números de un boletín oficial, donde la palabras «éxito» o «récord» son las que más se propagan. Pero, ¿realmente mide eso lo que debería medir un evento cultural? ¿Es sólo una cuestión cuantitativa el principal objetivo? ¿Se tiene en cuenta la calidad del evento, o simplemente se repiten formas e invitados?

Engrosar números y presentar multitudes como sinónimo de éxito se ha convertido en una estrategia recurrente. Se mira la cantidad de visitantes como si fuera la única variable que definiera el triunfo. Sin embargo, el espectáculo de los números puede ser tan engañoso como grotesco, porque no necesariamente refleja lo que sucede detrás de la escena.

En una feria del libro, por ejemplo, se venden libros. Pero, ¿los libreros y las editoriales realmente se vieron beneficiados por las multitudes anunciadas? ¿Se hizo un balance anual que compare ventas, satisfacción de los expositores y retorno real de la inversión? O acaso todo se reduce a conquistar el número que dejó la edición anterior, repitiendo fórmulas que sólo generan fotos de multitudes y titulares rimbombantes.

Los escritores locales son otro ejemplo de esta falencia estructural, de lo que se debe cambiar. Mientras los invitados nacionales ocupan espacios privilegiados, con horarios estratégicos y salas a menudo colmadas, muchos autores de la región deben conformarse con rincones estrechos, mesas compartidas y poca visibilidad. El público, aunque en teoría es el mismo para todos, no siempre tiene acceso pleno a escuchar y disfrutar a quienes están en su ciudad.

Año tras año, se repiten las mismas carencias: espacios insuficientes, mismas caras, salas centrales con apenas 318 butacas para los «miles y miles de asistentes» y luego, eso desaparece y todo se reduce a un enfoque desmedido en los números de asistencia. Los gigantes de la cultura no siempre se miden en cantidad, sino en calidad de la experiencia: cuánto mueve un evento a la industria editorial, al turismo, a la economía local, y sobre todo, cuánto beneficia a quienes participan directamente de él.

La pregunta que queda flotando es simple y clara: ¿habrá alguna vez un espacio de autocrítica real, donde se analicen no sólo los números, sino los resultados tangibles? ¿Hay lugar para hacer mejor las cosas? Si un evento crece año a año mostrando cifras considerables, ¿Por qué se sigue haciendo en un lugar que a las claras ya queda chico?

Porque un evento exitoso no se mide solo en cifras infladas, sino en la repercusión genuina en la industria, en el bienestar de los protagonistas y en la experiencia del público. Hasta entonces, seguiremos viendo ferias del libro y otros grandes eventos donde el éxito se mide con multitudes en fotografías oficiales, mientras las falencias estructurales y las oportunidades desaprovechadas permanecen invisibles.

Feria del Libro de Neuquén: cuando la repetición le gana al homenaje

No cabe duda que la Feria Internacional del Libro de Neuquén se ha consolidado en el calendario cultural de la ciudad. Sin embargo, año tras año, la programación repite una constante que termina por quitarle frescura: la falta de renovación en sus espacios simbólicos.

Desde hace varias ediciones, las actividades principales se desarrollan en las mismas dos salas: “Irma Cuña” y “Marcelo Martín Berbel”. La primera, en homenaje a una escritora de relevancia, ya había sido utilizada en gestiones anteriores, en un ciclo donde los nombres cambiaban cada año, otorgando diversidad y nuevos reconocimientos. La segunda, por su parte, genera un contrapunto difícil de justificar: la feria ya lleva el nombre de Marcelo Berbel, un referente cultural entrañable para la sociedad neuquina, pero cuyo legado no se encuentra ligado directamente a la literatura. Entonces, ¿por qué insistir con duplicar ese homenaje en lugar de abrir la puerta a otros nombres de las letras locales?

La decisión parece más ligada a la inercia o al desconocimiento que a una política cultural consciente. Porque autores y autoras neuquinos que merecen ser recordados sobran. Solo por mencionar un caso dolorosamente cercano: Edith Montiel, escritora, artista plástica y docente, fallecida en octubre de 2024. Fue la única neuquina en integrar la Academia Argentina de Letras, una distinción que la coloca entre las plumas más valiosas del país. Reconocida por su prolífica obra de cuentos, novelas, poesías y microrrelatos para niños, adolescentes y adultos, fue reconocida con premios y publicaciones nacionales e internacionales y traducidas a otros idiomas. Su figura bien podría haber sido el centro de una de las salas en esta edición, convirtiéndose en un gesto de memoria que trascendiera lo meramente protocolar.

Estos detalles no son menores. Son los que convierten a una feria en algo más que un evento masivo, son los que dejan huella y los que construyen historia cultural. Porque más allá de los números de visitantes que suelen exhibirse como único parámetro de éxito, la Feria del Libro debería ser también un espacio para repensar sus homenajes, para ensanchar la memoria literaria de la provincia y para dar lugar a quienes dedicaron su vida a las letras.

Hacer las cosas bien, en definitiva, no siempre depende de los récords de público. A veces, lo que verdaderamente hace especial a una edición son esos gestos simbólicos que tocan a la ciudadanía y la conectan de lleno con su propia historia cultural.

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